VERSTAPPEN, LA SEGURIDAD Y EL SÍNDROME DE DIOS

A propósito del episodio ocurrido en el Grand Prix de España y una actitud recurrente del campeón mundial cuando el panorama no le sonríe.

Olvidate de Max Verstappen y su choque contra George Russell en el GP de España. Olvidate de Verstappen sacando de pista a Lando Norris en México 2024. Olvidate también de las intimidaciones de Michael Schumacher: a Rubens Barrichello contra el paredón en Hungría, a Jacques Villeneuve en una curva de Jerez o a Damon Hill en una esquina de Adelaida. Olvidate inclusive de las esporádicas apretadas de Ayrton Senna. Estos trucos son tan viejos como el automovilismo; pero sucede que ocurre es que antes eran mortales.

El primer campeón mundial de Fórmula 1, Giuseppe Farina, venía precedido de una reputación espantosa. Se le computaban dos accidentes trágicos –el del francés Marcel Lehoux en el GP de Deauville en 1936 y el del húngaro Laszlo Hartmann en el GP de Trípoli de 1938- acaecidos de la misma manera: tras un contacto no necesariamente involuntario con las ruedas del auto de Farina. En uno de sus libros, Stirling Moss relata como el italiano quiso hacer lo mismo con él en una carrera en Bari en 1951 y cómo le devolvió la atención bajo la sonrisa de Juan Manuel Fangio, que doblaba por adentro. En los ’50, un toque de esas características, una salida de pista, eran probablemente mortales, dadas las escasísimas condiciones de seguridad. El mundo venía de una sanguinaria ordalía en la Segunda Guerra, la muerte se aceptaba más o menos como una cuestión natural, y si ocurría a bordo de un auto de carreras a la víctima se le dispensaba trato heroico. Y a otra cosa.

Pero desde que la campaña por la seguridad iniciada por Jackie Stewart después de Spa 1966 tomó vuelo, nunca se detuvo realmente, y ya son seis décadas de avances extraordinarios. Cada tanto cobran más empuje, especialmente después de algún accidente grave. Pero cuando un piloto como Romain Grosjean emerge prácticamente ileso después de verse sumergido durante medio minuto en el fragor de las llamas que habían envuelto su máquina –Bahrein 2020-, es muy difícil no sentirse invulnerable a bordo de un coche de F-1. El trágico fin de semana de Imola quedó más de tres décadas atrás y, a la fecha, solo se produjo un accidente mortal desde entonces: el infeliz suceso en Japón 2014 que le costó la vida a Jules Bianchi.

Con ese Síndrome de Dios que las convicciones religiosas de Senna subieron a escena, que Schumacher encarnó más tarde y del que ahora se apropió Verstappen –algo así como “las cosas son así como yo creo y la justicia puede aplicarse por mano propia”-, asociado al increíble avance en seguridad que contagia un sentimiento infalible, se producen situaciones como la de la vuelta 65 en el GP de España, a una del final.

A Verstappen le molestó que fuera el ladino Russell, a quien le tiene un encono personal, quien se aprovechara de la situación. Pero si no tuviera internalizada esa doble convicción –que puede administrar justicia y que nunca se va a lastimar en el proceso-, el episodio no habría tenido lugar.

El recargo de 10 segundos pareció poco; un stop&go de 10 segundos sonaba más apropiado; no faltaron quienes pidieron la exclusión. A Max le daba lo mismo: su lógica indica que cualquier cosa que no sea ganar es exactamente lo mismo.

Un día después de la carrera, un día después de prometer que la próxima vez lleva pañuelitos (se supone que para enjugar el llanto de sus rivales), Max dio sus razones en Instagram. Un primer paso, que debería complementarse con un pedido de disculpas cuando vuelva a cruzarse con el piloto de Mercedes.

«Tuvimos una estrategia emocionante y una buena carrera en Barcelona, hasta que salió el coche de seguridad. Nuestra elección de neumáticos hasta el final y algunos movimientos después del reinicio del coche de seguridad alimentaron mi frustración, lo que llevó a un movimiento que no fue correcto y que no debería haber sucedido. Siempre lo doy todo por el equipo y las emociones pueden estar a flor de piel. A veces se gana y a veces se pierde. Nos vemos en Montreal”, escribió el campeón mundial. ¿Lo escribió él? ¿Se lo dictaron? ¿Le aconsejaron hacer esa declaración aunque no creyera en ella? Preguntas sin respuesta.

Sentirse frustrado o darlo todo por el equipo no es justificativo. El automovilismo continúa siendo riesgoso. En otro tiempo no tan lejano, un toque como el que protagonizaron Verstappen y Charles Leclerc en plena recta a más de 250 km/h pudo haber tenido consecuencias funestas.

Pero los pilotos siguen creyendo que nunca les va a ocurrir nada y la fabulosa seguridad de los coches actuales respalda en parte sus convicciones.

Lo que no quiere decir que sea lo correcto y que no haya algo para aprender de todo ello.