Un legado de lealtad eterna

Le presentaron a Ken Tyrrell cuando éste aún no tenía su equipo de Fórmula 1 y le alcanzó un apretón de manos como único acuerdo para trabajar con él. Fue el mecánico de confianza de Jackie Stewart y se retiró tres décadas más tarde, justo el día en el que el “leñador” decidió vender su escuadra, la única para la cual prestó servicios en su vida.

Desde muy joven, Roger Hill fue un muchacho de pictórico aspecto. Neozelandés, soldador de motos y, ante todo, un entusiasta que vivía para la mecánica, llamaba la atención por sus frondosos y largos bigotes que lo hacían un personaje poco común. Tras un viaje a Inglaterra, sus conocimientos no pasaron desapercibidos y comenzó a trabajar en el equipo de F3 de Charles Lucas hasta que un día, Max Rutherford -que estaba retirándose como jefe de mecánicos de Matra- lo recomendó ante Ken Tyrrell, quien estaba dando sus primeros pasos en la F1 aún sin equipo propio. Intuitivos ambos, no bastó más que una mirada y un apretón de manos para darse cuenta de que uno y otro estaban ante la persona buscada.

En un mundo de veleidades y numerosas idas y venidas, la relación Tyrrell-Hill fue como un oasis en el desierto. Nunca arreglaron un contrato mediante un papel. Jamás lo necesitaron. Desde el Matra MS9 con el que llegaron a la F1 en 1968 hasta el retiro definitivo del equipo Tyrrell de la máxima categoría 30 años después, Hill permaneció en la escuadra y no sólo celebró los tres títulos mundiales de Jackie Stewart sino que aconsejó y guió los pasos de muchos pilotos como Jean Alesi o Mika Salo. Aunque las luces del éxito alumbraban al viejo Ken, a Jackie y al diseñador Derek Gardner, el ambiente sabía que buena parte de la gloria radicaba en el silencioso trabajo de Hill y su interminable arsenal de llaves, pinzas y destornilladores que desparramaba en el piso del box cuando la tecnología era más “maña” que computadoras. Siempre lejos de todo lo que fuera marketing y demás “sucesos” periféricos que no tuvieran que ver con la labor sobre los autos, llegó a lucir la casaca con la publicidad de Elf aún cuando la petrolera ya había dejado de ser sponsor del tema inglés. Jamás le interesaron esos detalles. 

Las muertes de Francois Cevert y de Stefan Bellof fueron sus momentos de dolor extremo. Para Stewart, fue la persona de máxima confianza que tuvo a su lado. Pasados los días de bonanza deportiva, nunca bajó los brazos. Su gloria acumulada bien le hubiera valido el pase a una factoría con mayores aspiraciones y presupuesto, pero nunca olvidó de la mano de quien había llegado a la F1 y soportó estoicamente la década y media final en la que no celebró ni un solo triunfo tras el obtenido por Michele Alboreto en Detroit ’83. Sólo cuando el Viejo Ken, cansado de pelear con una categoría en la que el romanticismo había desaparecido, decidió vender su equipo a la British American Tabacco a fines de 1998, Hill entendió que él también debía abandonar el barco. No estaba en su cabeza defender otros colores. Desde entonces, sólo se limitó a aparecer en los festivales de Goodwood o en cualquiera que homenajeara al equipo al que le había entregado sus 30 años de trabajo y compromiso, ya con el bigote canoso y mucho más corto. 

Con el tiempo, el Alzheimer le fue ganando la batalla y lentamente se fueron borrando de la cabeza de Roger los momentos más felices que atesoraba su memoria. Ello no fue impedimento para que por iniciativa de sus hijos siguiera recibiendo en su casa a los viejos amigos de las pistas y aún sin saber bien de quiénes se trataba, jamás dejó de ser un anfitrión divertido y locuaz como en sus lúcidas épocas activas. Fue por él que el propio Stewart fundó la “Race Against Dementia”, una entidad benéfica para luchar contra el mal que aquejó los últimos años de vida de su amigo, a quien despidió en julio último, a los 85 años, con una frase lapidaria: “Se ha ido el mejor mecánico de la historia de la Fórmula 1”.

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