En medio de la avalancha de elogios, merecidos por cierto a la figura de Max Verstappen por su triunfazo en Japón, vale rescatar el recuerdo de Jim Clark a 57 años de su muerte. Fue otro 7 de abril pero de 1968, una fecha que desde entonces quedó instaurada como nefasta para el automovilismo deportivo mundial.
En épocas que, especialmente los jóvenes que se incorporan del automovilismo, sólo se tienen en cuenta lo presente o pasado cercano, tal vez muchos no conozcan quien fue este escocés nacido el 4 de marzo de 1936, en Kilmany. Su vida pudo haber quedado limitado a la de un simple granjero, criador de ovejas, de no haberse cruzado con Colin Chapman luego de insinuar sus condiciones en rallies locales. A partir de ahí y de su talento excepcional para hacer andar rápido y seguro un auto de carrera con un estilo simple sin espectacularidades, surgió un “matrimonio deportivo” con Lotus que como los de verdad en la vida, sólo separó le muerte.
Clark fue la figura sobresaliente de aquella dorada Fórmula 1 de los 60. Una Fórmula 1 considerada por muchos como la mejor de la historia, poblada de grandes campeones y pilotos como Jack Brabham, Graham Hill, John Surtees, Phil Hill, Bruce McLaren, Jackie Stewart, entre otros. También la más peligrosa, porque enfrentaba sin complejos ni temores, y generalmente con lluvia, al extenso Spa de 14 Km. De las banquinas con terraplenes y casas, y al Nurburgring de “verdad” con sus 22 Km y más de un centenar de curvas. “Fue una época única que valoriza mucho todo lo que hicieron esos pilotos“, destacaba Ayrton Senna, cada vez que le pedían comparaciones con sus tiempos más modernos.
Para los obsesivos de los números, pueden parecer pocos los dos títulos mundiales logrados por Clark en 1963 y 1965. Vale recordarles que en 1962 y 1964, por problemas mecánicos, perdió otros tantos en las vueltas finales de carrera que venía dominando, y que todo indicaba que ese 1968 que había iniciado con una victoria en Sudáfrica iba a terminar con su coronación, como lo demostró la consagración de su coequiper y amigo Graham Hill. También sus 25 victorias y 33 poles saben a poco frente a las que suman Verstappen, Hamilton, Vettel Michael Schumacher. La verdadera valoración de Jim surge por el lado de porcentajes (la vara más aproximada para medir méritos) entre los logros obtenidos y las carreras corridas. Y Clark sólo corrió 72 Grandes Premios contra los centenares que acumulan sus colegas de estos tiempos.
Clark se subía a todo lo que andaba rápido y ganaba en todo lo que se subía. Ganó 19 carreras sin puntos de la Fórmula 1, varias de Fórmula 2 y se adjudicó tres veces la Copa Tasmanai (un torneo que con autos similares a los de F1, que se corría en Australia y Nueva Zelanda). En 1965 se convirtió en el primer europeo en vencer en las 500 Millas de Indianápolis. Para eso, tuvo que faltar al Gran Premio de Mónaco (la carrera que nunca pudo ganar. A su regreso al Mundial venció en las cinco carreras siguientes y anticipadamente obtuvo su segundo título.
“Jim vivía para correr, yo corro para vivir”, repite su compatriota Jackie Stewart marcando a la diferencia de actitudes. Ese deseo empujado por la pasión lo llevó aquel 7 de abril de 1968 a ocupar un fin de semana libre de Fórmula 1 con una carrera de Fórmula 2 en el circuito alemán de Hockenheim que no aportaba nada a sus pergaminos. Terminó con su vida y su Lotus destrozados contra un árbol en un accidente cuyas causas nunca quedaron clara.
Por todo lo expuesto y más allá del tiempo transcurrido, vale el recuerdo de Jim Clark. Porque sin dudas ocupa junto a Fangio y Senna el podio de escalones similares que hasta ahora marca la historia de la Fórmula 1.