Brands Hatch, circuito situado al sureste de Londres, cerca de la autopista circular M25. Ese sábado de abril de 1981, las nubes grises que suelen encapotar a Inglaterra se han quedado de espectadoras. Aguardan el espectáculo antes de lanzar la lluvia.
Hay una carrera de Fórmula Ford 1600. Los monoplazas del campeonato del RAC no tienen boxes. Descansan desparramados sobre lonas desplegadas en el césped que rodea los pits. Varias cajas con herramientas rodean a los dos Van Diemen del poderoso equipo oficial de fábrica: el verde amarillo del brasileño Ayrton Senna y el azul celeste argentino Enrique “Quique” Mansilla. Ambos esperan a sus pilotos.
Sobre un pequeño banco de trabajo, Ayrton, de 21 años, presta atención a un juego de amortiguadores. Mansilla y Senna disputaban campeonatos separados: Ayrton el RAC, Mansilla el “P&O” (importante empresa de ferries). Sin embargo, coincidían en algunas carreras.
Esta de Brands Hatch, como todas, era muy importante para Senna. La encaraba con la experiencia de cientos de batallas en karting, algo de lo que Mansilla carecía. Hoy en día, a nadie se le ocurriría ser piloto profesional sin haberse formado desde niño en los karts. Mansilla había llegado de manera meteórica, ganando selecciones en la escuela de pilotos de Jorge Omar Del Río y en la de Kim J. Russell en Inglaterra.
La minuciosidad con la que Ayrton prestaba atención a sus amortiguadores llamaba la atención. Aunque los mecánicos del equipo de Ralph Firman asistían bien a Mansilla, Ayrton estaba dispuesto a establecer una diferencia. Y aunque ambos mantenían una cierta amistad fuera de las pistas—saliendo a cenar o compartiendo tardes junto a sus parejas—¿por qué el brasileño iba a revelar sus secretos a Quique? Bien sabía que el peor rival es, justamente, el compañero de equipo.
Yo estaba en esa cita de Brands Hatch enviado por El Gráfico, y después de 16 años viendo carreras, no pude menos que quedarme asombrado por la forma en que Ayrton adelantaba “muñecos” por afuera en las rápidas o por dentro en frenajes imposibles.
Por supuesto que pasé algún tiempo con Quique y su compañero-rival, ese fenómeno de Senna. Siempre comunicativo el argentino; más distante, entre tímido y receloso, Ayrton. Fuerte y mandón en la pista, observador, desconfiado con los extraños cuando todavía no controlaba la situación fuera del coche.
Ese año, Ayrton ganó hasta 12 carreras en dos certámenes, pero Mansilla lo derrotó en Mallory Park, tras chocar ambos en la última vuelta. En boxes, muy enojado, Ayrton tomó por el cuello a Mansilla y este lo empujó desde los hombros. No aceptaba perder.
La forma en que Senna combatía en la Fórmula Ford iba a ser la que utilizaría en la Fórmula 1: sin piedad pero sin locuras, intimidando aunque no golpeando.
Un par de clics en un amortiguador, un punto menos de ala aunque el eje posterior se mueva, un poco más de freno atrás, algún toque en el diferencial. Y una preparación personal casi única, pionera al comenzar los años ochenta: meditación profunda con visualización, técnica en la que lo introdujo un entrenador olímpico brasileño, Nuno Cobra.
Estos eran los secretos de Ayrton. Y otro, muy conocido por quienes lo siguieron hasta el día que se fue a correr en las autopistas más allá de las nubes: absoluta determinación y dedicación. Como no sabía perder, había aprendido a ganar.